Ejemplo de espiritualidad litúrgica y
eclesial
Huérfana de padre y madre, ingresó muy joven en el monasterio de las capuchinas de Barcelona, donde emitió su profesión en 1609. Cuando tenía 21 años de edad, la mandaron a Zaragoza como maestra de novicias. Después de haber gobernado este monasterio como abadesa, en 1645 fundó el monasterio de Murcia. Tuvo en alto grado el don de la contemplación, alimentada particularmente en la meditación de la Liturgia de las Horas, y al mismo tiempo una caridad solícita hacia las hermanas. Fue beatificada el 23 de mayo de 1982 por Juan Pablo II.
La noticia de la beatificación de
María Ángela Astorch, al esparcirse en 1981, cogió de
sorpresa aun a las comunidades de capuchinas. Ya casi nadie la esperaba:
habían pasado más de tres siglos desde su muerte, ciento treinta
años desde el decreto de la heroicidad de las virtudes, más de un
siglo desde la realización del milagro que había de servir para
su glorificación. Parece como que Dios reservaba el momento propicio
para darla a conocer con su mensaje peculiar, ese distintivo que movió a
Juan Pablo II a presentarla a la Iglesia del postconcilio como la
mística del Breviario, en el acto solemne de la
beatificación del 23 de mayo de 1982.
María Ángela es, por orden
cronológico, la primera capuchina llegada a los altares, si bien se le
adelantaron las otras dos que vivieron después de ella: santa
Verónica Giuliani (1727) y la beata María Magdalena Martinengo (1737), y la beata Florida Cevoli.
Ella misma nos ha dejado su propia historia
y su singular experiencia espiritual en los relatos autobiográficos,
escritos por orden de sus confesores, y en sus cuentas de espíritu,
continuadas durante más de treinta años. Existen, además,
las declaraciones de las religiosas en el proceso informativo, incoado en
1668.
La huerfanita precoz
El 1 de septiembre de 1592 nacía en
Barcelona Jerónima, cuarto vástago del matrimonio
Cristóbal e Isabel Astorch. Su padre, que pertenecía al gremio de
libreros, desempeñaba un cargo público importante. Su madre,
heredera de una cuantiosa fortuna, era una dama de acendrada
religiosidad.
Doña Isabel falleció en 1593,
cuando la pequeña Jerónima contaba apenas diez meses. Hubo de ser
confiada a los cuidados de una nodriza en el pueblo de Sarriá. Cuatro
años más tarde moría don Cristóbal. La huerfanita
creció hasta la edad de nueve años en casa de su aya, que la
quería como una verdadera madre. Escribe ella recordando aquellos
años: «Era yo la alegría y el entretenimiento de todo el
lugar. Mi esparcimiento era jugar con pájaros, los cuales tenía
en abundancia y muy hermosos, y con las aves del cielo. Y, a las tardes, tomar
la fresca con la luna, saliendo a lugares solos de mucha
arboleda...».
Frisaba en los siete años cuando un
día, por haber comido «almendrillas verdes», se puso tan mala
que todos la dieron por muerta y aun se hicieron los preparativos para el
entierro. Ella, en sus memorias, atribuye reiteradamente a la
intercesión de la Madre Ángela Serafina y a la
intervención prodigiosa de la Virgen María el haber vuelto a la
vida. Desde entonces -escribirá más tarde- «corre mi vida
por cuenta de esta divina Señora». Y añade: «Mi
niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en
adelante fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida,
compuesta, callada y verdadera».
A los nueve años la tomó bajo
su responsabilidad uno de los tutores. Aprendió a leer y hacer labores.
Se despertó en ella una afición incontenible a los libros, en
particular a los escritos en latín. Ella misma afirma que dejaba
admirado al maestro, que le daba lección, por la prontitud de
captación y su fácil retentiva.
A la escuela de Madre Ángela
Serafina Prat
El 16 de septiembre de 1603, con once
años recién cumplidos, Jerónima era recibida en el
convento de las capuchinas de Barcelona; el obispo en persona, don Alonso
Coloma, la entregó a la fundadora, Madre Ángela Serafina Prat.
Esta santa mujer había reunido en 1589 a un grupo de jóvenes
colaboradoras, la más adicta de las cuales era Isabel Astorch, hermana
mayor de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio
pontificio la erección canónica de un convento de capuchinas, que
desde febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones
afluían numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y
fervor de las religiosas, no menos que por la fama de santidad de la
fundadora.
Nuestra jovencita, que recibió el
nombre de María Ángela, no cabía de gozo al verse en aquel
recinto de santidad, donde se conjugaban armoniosamente el rigor de la
penitencia con un clima familiar de sencillez y de alegría. «Lo
primero que puso Dios en mi corazón -escribe- fue el parecerme las
religiosas santas. Hasta el hablar unas con otras y hasta cualquier ruido que
oía en casa, todo me sabía a santo. Y así me causaba todo
gran devoción... Mi corazón estaba tal, que me apasionaba en
querer seguirlas en todo cuanto alcanzaba a ver o saber de mortificaciones o
penitencias...»
Tuvo la fortuna de hallar un guía
espiritual a su medida en el sacerdote aragonés mosén
Martín García, forjado por muchos años en la vida
eremítica. Ella le abría candorosamente su espíritu y
él la iba encaminando inteligentemente hacia una piedad cada vez
más interiorizada hasta introducirla de lleno en la oración
mental y en la contemplación infusa. María Ángela
tomó como modelos vivientes a su venerada Madre Ángela Serafina,
de altas experiencias místicas, y a su propia hermana sor Isabel,
favorecida asimismo con dones superiores.
En cambio, tuvo que soportar la
incomprensión, la dureza y hasta los malos tratos de una maestra,
inmadura y celosa, que no perdía ocasión de humillarla. Le daba
en rostro todo lo que a las demás, especialmente a la fundadora, les
caía en gracia en la benjamina: su voz sonora y armoniosa en el canto
coral, su conocimiento de los textos litúrgicos, sus modales comedidos,
sus salidas de persona mayor, hasta sus actos de virtud. María
Ángela sufría en silencio y se esforzaba por corresponderle con
dulzura y sumisión, pero no estuvo en su mano dominar la
incompatibilidad con la maestra: «Era en todo opuesta a mi natural y
condición -declara-; siempre me hacía horror vivir con el modo de
ser dicha sierva de Dios».
Hubo otra causa particular de sufrimiento:
su pasión por los libros en la lengua latina. Al entrar en el convento
había traído consigo los seis tomos del Breviario, que se
había hecho comprar previamente. Se hallaba ya entonces familiarizada
con los latines de la oración oficial de la Iglesia, que será en
adelante su alimento espiritual y su consuelo. Toda su gloria era verse rodeada
de libros en latín. Niña como era, se entretenía a veces
amontonando los breviarios y diurnales, que las hermanas tenían en el
coro. Quedó desconsolada el día que le quitaron los tomos de su
Breviario; el confesor hizo que le quitaran todos los libros en latín, y
le prohibió servirse de textos bíblicos y litúrgicos en
esta lengua cuando platicaba con él en el confesionario. Lo sorprendente
era la propiedad con que los aplicaba y el conocimiento que demostraba de la
lengua litúrgica.
Cinco años hubo de pasar en calidad
de aspirante, pero en régimen de noviciado. El 7 de septiembre de 1608
dio comienzo al año canónico de prueba bajo la dirección
de su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución de la
maestra anterior. «La primavera de mi espíritu», llama aquel
tiempo de intensidad contemplativa y ascética, para el que tomó
como abogado y guía al evangelista san Juan. Ella misma nos ha dejado un
esbozo de los sensatos criterios formativos de su santa hermana; inculcaba la
responsabilidad personal: cada novicia había de llegar a ser
«maestra de sí misma». Lejos de mimar a su hermanita, se
mostró con ella calculadamente seca y hasta huidiza. Esto y las
tentaciones y pruebas de espíritu que la afligieron en ese año la
ayudaron a madurar internamente. Entre otras molestias del enemigo, una fue la
tentación de pasarse a otra Orden de ritmo más monacal y solemne,
«para vacar más libremente a la oración y lectura de libros
espirituales».
Por su cultura superior y su madurez, fue
encargada de instruir a sus compañeras de noviciado. Y esto
también le atrajo su dosis de mortificación; la apodaban la
«maestrita».
La vida de la fundadora, Madre
Ángela Serafina, tocaba a su fin. El 15 de diciembre de 1608
reunió por última vez la comunidad en capítulo; en
él propuso a votación la admisión de sor María
Ángela a la profesión; no quería morir sin estar segura
del futuro de su novicia predilecta, de la que tanto esperaba. Ese mismo
día hubo de guardar cama y el 24 de diciembre expiraba santamente entre
el llanto de todas.
Apenas concluido el año
canónico, el 8 de septiembre de 1609, sor María Ángela
emitió su profesión. Continuó su formación como
joven profesa, siempre bajo la guía de su hermana Isabel, ahora nombrada
«maestra de jóvenes», y bajo la dirección espiritual
del buen mosén Martín García. Siempre recordará
aquellos años felices en que vivió de continuo en un ansia
incontenible de Dios, dándose sin trabas a la lectura y a los ejercicios
de humildad y de mortificación. Con su hermana y con otras dos
compañeras hizo un pacto «de hermandad muy íntima y de
desafío», bella porfía de generosidad, en que no faltaba la
rigurosa corrección recíproca acompañada de eficaces
reparaciones en privado y en público.
Todo se hacía bajo el control
paternal del anciano confesor, atento a moderar lo que pudiera haber de
excesivo en aquellos fervores juveniles. No dudó en concederles dos
días más de comunión semanal sobre los que tenía la
comunidad, satisfecho como estaba del adelanto espiritual de las tres.
He aquí cómo recuerda, en su
lenguaje siempre expresivo, los goces de su espíritu, especialmente en
la contemplación bíblica:
«En este tiempo era mi alma un remedo
de mariposa, de noche y de día, ardiendo en fuego vivo y sed insaciable
en busca de mi Dios... Sólo le hacía ausencia el tiempo que
tomaba del sueño; y éste lo tomaba tan sobrelevantada que, apenas
despertaba, cuando ya me sentía llamada y solicitada de mi divino
Señor con lugares particulares de la Escritura, Evangelio y Cantares...
Gozaba de gran paz y tranquilidad interior en el cantar los divinos oficios.
Tenía muchísimas inteligencias de lo que decían
muchísimos lugares y versos...»
Y dice cómo sufrió al
prohibirle el confesor poner atención a esas inteligencias durante el
recitado coral, así como el decir o cantar versículos fuera del
coro, como lo venía haciendo durante las labores. No contenta con las
lecturas bíblicas del Breviario, se propuso leer la Biblia entera, en
latín, desde la primera página del Génesis. Durante dos
años tuvo el cargo de sacristana y el de «correctora de coro»,
ya que ninguna otra se hallaba mejor preparada para velar por la fidelidad a
las rúbricas y la recta lectura de los textos latinos. Además, y
no obstante su corta edad, fue elegida sexta discreta, es decir una de las ocho
consejeras que prescribe la Regla de santa Clara.
M. Ángela
Serafina Prat
Maestra de novicias a los 21
años
El convento de Santa Margarita de Barcelona
no tardó en proliferar, dando lugar a toda una nutrida
constelación de fundaciones en toda España, en Cerdeña,
México, Guatemala, Perú, Chile, Argentina... Hoy son un centenar
los monasterios que se remontan, en su origen más o menos remoto, al
fundado por la Madre Ángela Serafina.
En 1609 salieron las fundaciones de Gerona
y de Valencia. En 1614 llegó el turno a la de Zaragoza. El 24 de mayo de
ese año llegaban a la capital de Aragón las seis religiosas
destinadas a la fundación del monasterio que sería intitulado de
«Nuestra Señora de los Angeles». Entre ellas se hallaba sor
María Ángela, que iba con el cargo de maestra de novicias y de
secretaria. Tenía 21 años de edad.
No le faltaron momentos de apocamiento al
sentirse «con cargo de almas para enseñarles religión y
camino espiritual y trato con Dios». Pero se sobreponía con la
seguridad de la ayuda divina. Tomó como modelo la pedagogía
evangélica aprendida de su hermana Isabel, ahora abadesa en Barcelona;
moriría dos años más tarde en fama de santidad. Los
ideales y métodos de María Ángela como formadora se hallan
reunidos en su opúsculo Práctica espiritual para las nuevas y
novicias. Su primera preocupación era poner a las jóvenes en
contacto directo con Dios mediante la vida litúrgica y la oración
contemplativa: «Han de hambrear de noche y de día ser almas de
oración; y de esto traten y hablen siempre las unas con las otras».
Al mismo tiempo las guiaba al descubrimiento de la realidad de cada
compañera en el trato mutuo y en las exigencias de la vida comunitaria.
Era exigente en punto a unión fraterna y total nivelación entre
las hermanas. Atenta a la formación de toda la persona, las hacía
asimilar la disciplina externa en los actos comunes, en el trabajo, en la
visita diaria a las enfermas, en el porte personal, en la comida, en el
sueño... Pero en ninguna cosa ponía mayor cuidado que en la
instrucción detallada de la recta ejecución de las celebraciones
litúrgicas y en el espíritu con que habían de participar
en ellas.
Fue mantenida en el oficio de maestra de
novicias por tres trienios, de 1614 a 1623. En este año le fue confiada
la formación de las jóvenes profesas, cargo que
desempeñó hasta su elección como abadesa en 1626.
Más tarde, en la fundación de Murcia, uniría al cargo de
abadesa el de maestra de novicias, por deseo de la comunidad.
Había en ella, en efecto, dotes
eximias de formadora. No hallaba dificultad en ganarse la confianza de las
jóvenes a ella encomendadas; sabía identificarse con la
índole y las situaciones de cada una, recurriendo si era necesario a
medios extraordinarios. Escribe ella misma: «Muy en particular se me
llevaban el afecto las que estaban más afligidas por luchas y
tentaciones interiores, que me constaba de muchas por la humildad y claridad de
conciencia que guardaban conmigo, con harta confusión
mía».
Talla humana de María
Ángela
En lo físico, era baja de estatura.
Lo delicado de sus facciones, el mirar apacible de sus ojos, habitualmente
entornados, su continente grave y hasta solemne, su hablar dulce y reposado,
formaban un conjunto que infundía respeto y confianza a un mismo tiempo.
Se añadía la claridad y viveza de sus facultades mentales, junto
con un sentido finamente femenino del detalle y una sensibilidad que le
hacía vivir intensamente cada circunstancia.
A ruegos de ella, siendo joven formadora,
le hizo su confesor, el canónigo Gil, la ficha de su temperamento:
«Natural vivo, vehemente y muy sutil». Y le dio como programa
espiritualizar el natural, sin cohibirlo ni ignorarlo. Gracias al mandato del
que fue su confesor desde 1641, don Alejo de Boxadós, poseemos el
autorretrato moral más acabado que cabe desear. De él tomamos
algunos rasgos:
1. Señor: mi natural es
colérico, flemático, amoroso, agradecido y correspondiente, y tan
fiel, que pasaré por cualquier cosa por guardar ley a quien de mí
hiciera confianza.
2. También tengo aversión a
personas cautelosas y de segundas intenciones, y de las que hacen
demostraciones de que pasan grandes cosas interiores, ora sean gracias de Dios
ora sean trabajos...
3. Curiosa en extremo..., siempre tengo de
ir aseada en mi aseo y aliño como una señora en el suyo.
4. Tengo el entendimiento muy discursivo en
cosas de pena, y esto es uno de los mayores impedimentos que me perturban y
desasosiegan la quietud interior.
5. Quiero, y apetece mi natural ser
querido, pero, no para ser blanco de voluntades, si bien siento mucho el
desamor e ingratitud, sino para mayor unión y hacer efecto en los
corazones.
6. Soy enemiga muchísimo de tratar
con personas de un ordinario saber, y presuntuosas. Y es mi pasión
tratar con las de buen sentir así en cosas corporales como espirituales
y, para lo que toca a mi espíritu, doctas, graves y santas.
Entre las limitaciones humanas, que ella
reconoce y lamenta, una es el complejo del miedo. «He tenido toda mi vida
terrible pavor a los muertos», escribe en 1634. También le
hacían pasar muy malos ratos las representaciones infernales. Otro
reflejo de esa tendencia aprensiva era su temor a la muerte y a los juicios de
Dios. A todo ello hallaba remedio abriéndose a la Palabra de Dios, que
le devolvía la serenidad interior con las luces que Dios le comunicaba
oportunamente.
Las hermanas que declararon en el proceso
informativo son prolijas en enumerar los rasgos positivos del retrato moral de
la venerada Madre, en especial insisten en su amor a la verdad por encima de
todo convencionalismo e hipocresía. Ponderan asimismo la apacibilidad de
su semblante siempre alegre.
Había en su trato cierta innata
distinción, que le comunicaba ascendiente sobre los extraños,
incluidos sus confesores. Con éstos observaba «sujeción a
ley de espíritu noble»; y explicaba el motivo: «Creo toma mi
alma este modo noble de lo mismo que Dios usa con ella, porque es tan grande la
nobleza y suavidad con que me llena y atrae para sí, que me deja llena
de una reverencial y humilde nobleza. Y así, por esto, creo que quien
quisiere obrar en mí por diferente modo, me destruye de todo
punto».
La mística del
breviario
Los sacerdotes que trataron a María
Ángela en Zaragoza y en Murcia quedaban intrigados por su conocimiento
carismático de la sagrada Escritura, de los santos Padres y de la lengua
latina. El arzobispo de Zaragoza se creyó en la obligación de
designar una comisión de cinco examinadores para averiguar hasta
dónde era «infuso» semejante fenómeno; le hicieron toda
clase de pruebas a base de citas latinas, y ella fue indicando con
precisión libro y capítulo de la Biblia o el escrito
patrístico donde se hallaban. Quedaron asimismo sorprendidos al saber
que, en la sala de labor, leía a las religiosas en latín el libro
Vitae Patrum -vidas de los padres del yermo- traduciéndolo
luego y explicándolo puntualmente. Parecido examen harían
más tarde en Murcia el deán y un canónigo de aquella
diócesis.
El breviario fue siempre la base de sus
ascensiones místicas; la sagrada Escritura le ofrecía las
expresiones más adecuadas para sus sentimientos íntimos, brotados
bajo la acción de la luz contemplativa. Su piedad era eminentemente
litúrgica. El versículo de un salmo, la lectura de un nocturno,
un responsorio, una antífona, bastaban para transportarla al plano de
las experiencias unitivas. Éstas, con todo, no le impedían seguir
el movimiento del rezo con absoluta fidelidad e intervenir al punto cuando se
cometía algún error en las rúbricas. Escribe en 1624:
«Me acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su
Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo que puedo
decir con verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y no la
composición y versos de los salmos». Dios mismo se
constituía en «maestro y declarador de su Palabra».
Le gustaba considerar la Iglesia de la
tierra y la del cielo unidas en la misma liturgia de alabanza. En la fiesta del
Ángel de la Guarda de 1642 experimentó un «parentesco
cercano» con los ángeles y bienaventurados y se sintió
movida a lanzar un «desafío» a los moradores de la
Jerusalén celestial: «Como moradora que soy de la Iglesia
militante, tengo que cantar las alabanzas divinas con pureza y alegría
de corazón..., y de todas hacer unos perfumes a la beatísima
Trinidad, uniéndolas y poniéndolas en el incensario de oro del
Corazón de Cristo, mi Señor».
El coro conventual era el lugar
privilegiado del encuentro con Dios y consigo misma. «En él tengo
mi oración -escribe- y, por la mayor parte, todos mis mejores empleos
así de noche como de día. Es el puesto en donde más
misericordias recibo...»
No obstante la importancia que tenía
en su espiritualidad el Oficio divino, el verdadero centro vital era el
misterio eucarístico. Ponía esmero particular en la
participación activa de la comunidad en la santa Misa. Siendo abadesa
obtuvo para todas las religiosas la licencia para poder recibir la
comunión diariamente.
«Cuando su Majestad se encierra
a solas con mi alma»
Las páginas más
espléndidas de las cuentas de espíritu de María
Ángela son aquéllas en que lucha por hallar un vehículo de
expresión a lo que ella experimenta en las horas inefables de lo que
llama «cerrado silencio interior», «silencio hablador»,
«íntima posesión y dulzura interior», «cercanidad
divina»... Es una contemplación quieta y gozosa, por lo general,
pero a veces vehemente.
Cuando Dios quiere disponerla a una merced
particular le «llena el espíritu de un temple humilde y
suave», que redunda en los sentidos. Y esto aun durante el día,
esté donde esté. Es como un «respirar en Dios» aun en
medio de las ocupaciones externas. Bajo la luz infusa, que la envuelve y la
penetra, se siente «cogida», «robada»,
«poseída» por Dios, a merced de operaciones íntimas que
la aligeran y la transforman. A veces las recibe como «hablas
poderosísimas» que producen lo que significan, porque «el
decir de Dios es obrar».
El punto de partida son siempre las ideas y
los sentimientos que suscita en su alma la liturgia del día. Cualquier
domingo del año le hace vivir, por ejemplo, la «festiva
resurrección» del Señor.
Pero no todo son consuelos y enajenaciones
amorosas. Con frecuencia ha de experimentar la «enfermedad de
ausencia», cuando el Amado se retira. Escribe muy expresivamente en 1636:
«La especial presencia y asistencia de su Majestad, tan dulce y familiar,
se me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse
puede, si se hubiera ausentado en las Indias».
Forma contraste con su continente externo,
digno y comedido, y aún con su fe reverencial en las celebraciones
litúrgicas, su postura íntima, de verdadera infancia espiritual,
ante Dios, que desempeña con ella «oficios de papá».
Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de gozo, o como ella
dice de «ancheza y libertad de espíritu», que se respira en
todas sus páginas: un aura franciscana de «hilaridad
interior», fruto del vacío total de creatura, cuando el alma se ve
«señora de sí misma».
María Ángela tenía
orden de los confesores, ya desde 1627, por lo que hace a las gracias
místicas extraordinarias, de «no buscarlas ni admitirlas».
Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a veces más allá
de lo aconsejable, en especial durante la recitación de las horas
canónicas y la participación en la misa. Se hallaba como cogida
entre la vehemencia de la atracción divina y la voluntad del mismo Dios,
que le hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y
canta!». Volvía el ímpetu del rapto, y nuevamente la voz
interior le hacía estar sobre sí: «¡Canta y
obedece!». En ocasiones se veía obligada a asirse fuertemente al
asiento o a la reja del coro para no ceder al rapto.
Esa violencia reiterada le producía
los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a los
médicos. Era dolencia de amor.
Todo comenzó, allá por el
año 1620, siendo maestra de novicias, con la «vista de un
corazón bellísimo, muy grande y delicadísimo..., en el
aire, entre cielo y tierra...». Lo flanqueaban, de un lado, la Virgen con
el Niño, y del otro, san Francisco de Asís. «De la vista de
este corazón -concluye- quedé esclava y cautiva». Y le
dejó un ardor permanente en el corazón, con una sensibilidad tal,
que cualquier contacto le producía un dolor insoportable. Se trata del
fenómeno místico del corazón herido que, como en
otros santos, se completó con la experiencia de la permuta de corazones.
No fueron ímpetus de juventud: todavía en 1646 seguía
sintiendo en el corazón «fuego vehementísimo, como cuando
revienta una granada, un ardor que vaporeaba hacia arriba».
En relación con esa experiencia se
coloca su amor apasionado al «melifluo Corazón de
Jesús». Y esto medio siglo antes de las conocidas apariciones
a santa Margarita María de Alacoque. «Es mí blanco
-escribe-; lo amo apasionadamente». Y lo saluda: «Mi incomparable
tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo que espero,
claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de
mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu..., escuela y
cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa
caridad...»
«¡Qué gran tesoro y
dicha es ser hija de la Iglesia!»
En un siglo en que la espiritualidad
católica se desenvolvía casi al margen de la liturgia y en que,
incluso la teología, veía en la Iglesia únicamente la
institución visible, María Ángela puede ser considerada
como una verdadera excepción. Fue su misma intuición
mística, guiada por la Palabra de Dios, la que la llevó a vivir
en forma excepcional el misterio de la Iglesia.
Se siente profundamente deudora a la bondad
divina por el beneficio de ser hija de la Iglesia, experimenta, aun en
visión, el calor del regazo maternal de la esposa de Cristo, se esfuerza
por formar a las religiosas en la conciencia gozosa de ser hijas de la Iglesia,
en la oración insistente por las necesidades de la Iglesia.
Se siente unida en estrecho parentesco con
todos los fieles, a quienes llama reiteradamente «mis hermanos»; ella
misma siente entrañas maternales para con todos los redimidos:
¡«Oh, quién pudiera ser madre de todos ellos!».
Desearía «ponerlos a todos dentro del Corazón de
Cristo». Comparte el dolor de la Iglesia por los hijos separados de ella:
los malos católicos, los herejes.
No sabe cómo corresponder a tanto
como le viene comunicado por mediación de la Iglesia, en especial los
«misterios» y las «verdades» que ella nos propone. Fue
ésta la razón fundamental que la impulsó a tomar con
apasionamiento el aprendizaje del latín: «Entender los misterios en
la propia lengua en que nuestra madre la Iglesia nos los propone». No es
sólo un adherirse al magisterio de la Iglesia con docilidad de fe, sino
un «sujetar y cautivar mi juicio, saber y sentir a mi madre la Iglesia
católica romana», hasta ofrendar la vida en su defensa si fuera
necesario.
Medita con frecuencia en la unión
esponsal de Cristo con la Iglesia, fundada por Él en la cruz. Es la
Iglesia la que nos aplica los frutos de la sangre de Cristo. María
Ángela se considera «incorporada dentro de los profundos
tesoros» de la Iglesia y mira el convento fundado por ella en Murcia unido
a la Iglesia universal, «árbol plantado en la heredad de la
Iglesia». Anhela por el día en que no haya más que un solo
redil y un solo Pastor, «un solo pueblo, puro y santo, todos del linaje
real de Dios».
Irradiación a través
de la reja conventual
La caridad apostólica de
María Ángela corría parejas con su amor encendido al
divino Esposo y con su solicitud entrañable por las hermanas puestas a
su cuidado. Se sentía «hermana y madre de todos los fieles».
Desde el encierro de los muros conventuales, ardía en ansias de
prodigarse en bien de todos los redimidos. «Dios eterno -oraba-, que
infundís este afecto y ansia interior en mi espíritu por la
salvación de los fieles: ¡oh, si me fuera posible obrar en los
corazones de todos!... Decidles que un alma penada y ansiosa de su bien se
deshace en ansias de sus medros y de que os conozcan, sujeten y
amen».
Echaba mano constantemente de los medios al
alcance de una religiosa contemplativa: la oración, la penitencia, el
amor redoblado al Señor para compensarle de las ofensas y del desamor de
los hombres. Pero, sin pretenderlo, hubo de experimentar que, como ha dicho
Jesús, la luz no se enciende para que quede oculta bajo el
celemín, sino para que alumbre. No tardaron en trascender fuera los
dones superiores que la adornaban: la santidad de vida, su don de consejo y aun
la eficacia excepcional de su intercesión. Ella hubiera querido seguir
ignorada en el encierro claustral, pero sus confesores le apremiaban a no
negarse al reclamo de la caridad. Y hubo de prodigar su tiempo con las personas
de toda clase social que acudían a ella en busca de consejo, de consuelo
y de orientación en la vida. Se sabe nominalmente de hombres y mujeres
de familias destacadas que fueron verdaderos «hijos espirituales»
suyos y de prelados eminentes que mantuvieron con ella comunicación
espiritual, entre éstos el cardenal Trivulzio, virrey de Aragón,
el obispo de Albarracín don Jerónimo de Lanuza, el arzobispo de
Zaragoza Martínez de Peralta, el patriarca de las Indias Occidentales
Alonso Pérez de Guzmán.
Dentro de esta caridad universal
ocupó lugar especial, sobre todo desde que estalló la guerra del
principado en 1640, Cataluña, «mi patria atribulada», como
ella se expresa. Sufrió y oró, teniendo que acatar los
insondables designios de Dios en aquella tragedia cuya razón no acababa
de entender. Algo de aquella angustia se revela en lo que escribía en
1646: «Queriendo rogar por la paz de los reyes y príncipes
cristianos, no pude. Y me dijo su Majestad: ¡Hija, todos son unos! Y me
dio inteligencia muy distinta que pecaban por malicia y
pertinacia».
«Me guiso a mí misma
para comida gustosa de todas»
En 1626 María Ángela
había sido elegida abadesa con la necesaria dispensa, ya que los
cánones exigían cuarenta años de edad y ella contaba
sólo treinta y tres. Gobernó durante dos trienios seguidos la
comunidad de Zaragoza, y después aún en dos trienios más
con intervalos de tres años. Siendo vicaria partió para la
fundación de Murcia; en este monasterio ejerció el cargo de
abadesa hasta su renuncia espontánea cinco años antes de su
muerte. En total veintisiete años al frente de la comunidad.
Consideró siempre como el primer
servicio que la «madre y servidora» debe prestar a sus hermanas,
según la Regla de santa Clara, el cuidado espiritual. Para ello se
propuso «llevar a cada una al paso con que Dios la quiere hacer
caminar», sin «enfilar» a todas por el mismo carril. Las
hermanas que la tuvieron por superiora se hacen lenguas de aquel su estilo
evangélico de servir más que de gobernar: «No tenía
aceptación de personas». «Era la primera en barrer, fregar,
lavar la colada, entrar leña». «Tenía particular
prudencia y gracia para mover sin desagradar». «Era muy ponderada en
la reprensión de los defectos, pero en los casos obligatorios de hacer
correcciones, las hacía con todo valor..., a veces con sólo un
gesto o con una mirada». «Poseía el don de consejo, dando
respuestas adecuadas a la situación de cada una...; las hermanas estaban
persuadidas de que penetraba el interior». «Era muy amada y venerada
de todas». «Procuraba consultar lo que se había de obrar, y
tenía mucha docilidad en seguir el parecer justo de cualquiera, aunque
fuese contra el suyo».
De esta disposición suya para
dialogar, escuchar y valorar el parecer ajeno escribe ella misma: «Dejo
pasar en las cosas indiferentes, no dándoseme nada se haga lo contrario
de mi sentir y querer». Diseminados en sus escritos hallamos acá y
allá preciosos trazos de su fisonomía como guía de la
comunidad:
«Me juzgo indigna de estar entre las
siervas de Dios». «Mi norma es callar y sufrir, y llevar el peso que
las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios».
«Estoy atenta a llevar las condiciones y naturales de mis religiosas,
aunque me lo quite de mi comodidad». «El ajustarme a todos los
naturales y condiciones es sin duda obra de la gracia; y ésta me la da
Dios para beber aguas muy amargas a mi natural y condición; pero
así conquisto mi alma». «Con el oficio de prelada tengo muchas
ocasiones de morir a mí misma y de dar a mi divino Señor mi vida
en sacrificio, porque me guiso a mí misma para comida gustosa de
todas». «Venero en mis religiosas la santidad oculta que Dios ha
infundido en sus almas».
Entre los servicios prestados a la
comunidad de Zaragoza cabe mencionar la construcción del nuevo convento,
gracias a la buena ayuda recibida de un sacerdote bienhechor.
Otra importante iniciativa suya es la
revisión de las Constituciones, mejorando el texto
barcelonés, «de común consentimiento de todas las monjas,
después de madura consideración». Fueron aprobadas por
Urbano VIII en 1627. Por ellas se regirán andando el tiempo hasta trece
monasterios derivados del de Zaragoza o relacionados con él.
Fundación de
Murcia
Desde años atrás venía
deseando María Ángela realizar una fundación, si fuera
posible en Cataluña. En 1640 vino a apoyar el proyecto el nuevo
confesor, don Antonio Boxadós, que gestionaba en Madrid la
adjudicación del cargo de inquisidor en Murcia. De lograrlo,
correría por cuenta suya el llevar a término la fundación
de un convento de capuchinas en esta ciudad. Vencidas las dificultades, se
logró la cédula real de 3 de diciembre de 1644 que autorizaba la
erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo
Sacramento.
El 9 de junio de 1645 partía de
Zaragoza María Ángela con otras cuatro religiosas. Al cabo de un
viaje sembrado de peripecias, llegaron a destino el 28 del mismo mes. Al
día siguiente, fiesta de San Pedro, fue la solemne inauguración
del monasterio y la entrada en clausura.
La primera preocupación de la
fundadora fue encauzar debidamente la nueva comunidad, atendiendo sobre todo a
la formación de las jóvenes, que no tardaron en afluir en buen
número.
No faltaron pruebas sensibles en aquellos
primeros años. La primera fue la gran epidemia del año 1648: la
ciudad quedó casi despoblada; las víctimas fueron, al decir de un
autor, más de 24.000 en toda la comarca. El contagio hizo presa en la
comunidad; y se debió a la oración confiada e insistente de la
santa abadesa el que no muriera ninguna de las religiosas. Pero se hubo de
lamentar la muerte de uno de los donados agregados al convento.
La otra prueba, más penosa, fue la
inundación del 14 de octubre de 1651, la más desastrosa que
recuerdan los anales de Murcia. En total quedaron arrasados más de
doscientos edificios; los muertos pasaron de dos mil. El convento de las
capuchinas se hallaba en la parte más elevada del casco urbano, pero de
nada sirvió. En vista de que las aguas habían llenado la iglesia
y todas las dependencias de la planta baja, subiendo siempre de nivel, optaron
por abandonar la clausura, después de sumir las especies sacramentales,
lanzándose a través de la corriente para ganar el próximo
colegio de la Compañía. Estaban aún en el zaguán de
éste, cuando oyeron el estruendo de la iglesia de su convento, que se
vino abajo, perdiéndose cuanto había en ella y en la
sacristía.
Pasaron trece meses en una residencia de
verano que los jesuitas les cedieron generosamente en la montaña de Las
Ermitas. Hallaron el convento en pésimas condiciones todavía. Y,
cuando se planeaba la nueva obra, una segunda inundación, el 7 de
noviembre de 1653, las obligó a regresar a Las Ermitas.
Mucho más sensible que estos
infortunios fue la indigna calumnia levantada ante el prelado contra la santa
abadesa y las religiosas por obra de una mujerzuela; todo terminó con la
retractación de la mal aconsejada y con el reconocimiento de la
inocencia de las difamadas.
Entre tanto se fueron activando las obras
del convento, y el 22 de noviembre de 1654 la comunidad pudo regresar a
él definitivamente.
El último heroico
desaproprio... y la unión eterna
La vida íntima de María
Ángela, en todo este tiempo, avanza cada vez más, a fuerza de
purificaciones y de pesadumbres, hacia la transformación por amor. Su
contemplación se hace aún más explícitamente
bíblica y litúrgica. Sigue meditando con amor compasivo en los
pasos de la pasión del Señor, pero ahora su meditación es
menos sujeta a la sensibilidad, más atenta a las «penas
mentales» del Redentor. Se siente atraída con nueva fuerza al Amor.
«Quisiera ser la más fina amante que jamás haya
tenido», escribe en 1650. Por lo mismo le resultan más duras
«las ausencias y soledades del amante Dios».
Experimenta la presencia unitiva
de continuo, junto con el «total vacío de sí misma»,
que ella llama también «verdadera pobreza de espíritu»,
renunciando aun a las mercedes que el Señor le concede para vivir del
puro amor.
Su «sentido espiritual» va
ganando en «sutileza», para usar su propia expresión, y en
hondura. Cualquier circunstancia externa -el canto de una avecilla, unos
compases de música, una letrilla devota, sobre todo un lugar de la
Escritura o una verdad de fe-, es un reclamo que le hace sentir «novedad
interior y alientos divinos». Experimenta «tientos» de la
unión eterna y suspira cada vez con mayor ansia por la «seguridad
de la posesión de la eterna Jerusalén». «Siento una
desnudez de todo lo de acá -escribe-, como de cosas aparentes y de
burla; y así estoy entre ellas como de puntillas. ¡Ay,
Señor, y cuándo será ese momento y día! ¡Ay de
mí, que se me alarga este destierro mío! (Sal
119,5)».
Desde 1654 padecía dolencias que
preocupaban a las religiosas. En 1661 fue perdiendo rápidamente el vigor
de sus facultades y quedó reducida a un estado infantil, incomprensible
para cuantos habían conocido su clarividencia mental y su presencia de
ánimo. Tuvo, eso sí, la cordura suficiente como para comprender
que, en aquella situación, no debía seguir al frente de la
comunidad. Hizo reunir el capítulo y elegir a su sucesora.
«Incapaz para lo temporal, pero con
mucho conocimiento de lo divino», la vieron las religiosas en aquellos
años. Era natural que todos atribuyeran aquel estado de
disminución a un proceso de senilidad, tal vez prematuro. Pero
¡cuál no fue la sorpresa y la emoción de las hermanas y de
cuantos la conocían al encontrar después de su muerte, entre sus
papeles, una oración autógrafa, redactada en 1661, cuando
aún gozaba de plena lucidez, en la que suplicaba al Señor la
gracia de «quedar inepta en lo exterior, para las cosas de este mundo y,
consiguientemente, sin el cargo de prelada; de tal modo que no la impidiese, en
su interior, andar siempre en la divina presencia, alabándole y
glorificándole!».
El 21 de noviembre de 1665 le sobrevino un
ataque de hemiplejía. Al propio tiempo recobró en pleno el uso de
sus facultades mentales. Hizo su confesión con la lucidez de sus mejores
años. Recibido el Viático la vieron permanecer extática
por largo rato. Expiró serenamente el 2 de diciembre de 1665,
después de haber entonado, con un resto de voz, el Pange
lingua, coreado por sus hijas espirituales entre gemidos incontenibles.
Contaba 73 años de edad.
La ciudad de Murcia se volcó a
venerar el cuerpo de la que todos proclamaban santa. Y comenzaron a
multiplicarse los milagros obtenidos por su intercesión. En 1668, apenas
transcurridos dos años después de la muerte, fue iniciado el
proceso informativo diocesano con miras a la beatificación.
Circunstancias diversas fueron retrasando el proceso apostólico. Por fin
el 29 de septiembre de 1850 recibía canónicamente el
título de Venerable. Juan Pablo II la beatificó el 23 de
mayo de 1982.
Nota bibliográfica:
B. María Ángela
Astorch, Mi camino interior. Relatos autobiográficos.
Cuentas de espíritu. Opúsculos espirituales. Cartas. Ed. L.
Iriarte. Madrid 1985.
L. Iriarte, Beata
María Ángela Astorch, Clarisa Capuchina (1592-1665),
Valencia 1982 (versión italiana, Roma 1982); 2ª ed. Murcia
1987.
Lázaro Iriarte,
O.F.M.Cap., Beata María Ángela Astorch. Ejemplo de
espiritualidad litúrgica y eclesial, en AA.VV., «... el
Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y
venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de
Capuchinos, 1993, págs. 201-220.
Para más información:
MM CLARISAS CAPUCHINAS
Monasterio de la Exaltación del Stmo. Sacramento
C/ Gaspar de la Peña, 26 (Paseo del Malecón).
C/ Gaspar de la Peña, 26 (Paseo del Malecón).
C.P. 30009 Murcia (España)
Telf. y Fax: 968 295 736
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